Hablar de crimen organizado impele al consciente poco informado a pensar en pandillas, violencia sectorizada en barrios marginales y actos ilícitos relacionados a la venta de drogas en las calles. Aunque estas conductas desviadas se encuentran dentro de lo que constituye esta tipología criminal, es importante examinar, desde lo micro a lo macro, otros aspectos involucrados que suelen ser obnubilados por la fantasía desplegada en las grandes producciones cinematográficas que, incluso, romantizan a las gangs y sus nefastos estragos sociales.
El crimen organizado es toda conducta que involucre a un grupo de individuos, cuya estructura es jerárquica y ha sido planificada para transgredir la legalidad, independiente de su estética. Si bien el modus operandi de las pandillas especializadas, por ejemplo en el tráfico de personas, de drogas, etc. utiliza la violencia, hay un elemento del crimen organizado que todavía la sociedad no se atreve a identificar como tal: aquellos de naturaleza financiera, cuya violencia no es física, ni armada, sino fraudulenta y de profundo impacto económico.
Resulta indispensable reconocer el alcance feroz de este tipo de delitos y situarlos en el lugar que corresponde. Solo así, podremos implementar procesos efectivos que puedan lidiar adecuadamente con estos hechos.
Ubicarlos al margen de las conductas desviadas del crimen organizado, por ser sutiles en sus formas, raramente violentos y ajustarse a la formalidad social (no olvidemos que son perpetrados por personas, que en su mayoría, se encuentran en la elite) incentiva que el tratamiento dado a estos crímenes sea menor; creando así una suerte de loop permisiva con ellos.
Pese a sus marcadas diferencias en el método de operar, ambas han extendido sus fauces según el crecimiento económico global, llegando a un punto en que exceden la efectividad de los procesos investigativos de los organismos a cargo de ejercerlos.
Además, el lucro obtenido del anonimato de sus recursos totales significa que el acceso a nuevas tecnologías les permiten procesos de lavado de activos de manera mas eficiente y muchas veces exitosas, cruzando las fronteras del país en donde se han llevado a cabo.
Lamentablemente, Chile ha ascendido 0.58% en la escala global del índice del crimen organizado (OCINDEX), de un 4.60 en 2021 a un 5.18 este año, habiendo ascendido 28 lugares, cuyo aumento más significativo, en cuanto a mercados criminales, se posiciona en el tráfico humano, de armas, drogas sintéticas y delitos en recursos no renovables.
Los actores criminales con mayor representación en esta escala, son personas involucradas en/con el Estado y ciudadanos extranjeros. Sin embargo, pareciera que el Estado continúa reposando en una suerte de impavidez con respecto a asuntos que son urgentes de mejorar, tales como la violencia de género y el crimen transnacional que, irrefutablemente, se ha asentado con comodidad en Chile.
Los esfuerzos para combatir el crimen que traspasa fronteras y transculturaliza conductas desviadas, como hemos observado ocurrir en el país, aún permanecen limitadas dentro de las fronteras nacionales o con escasa participación internacional, utilizando sistemas tecnológicos que permanecen funcionando de manera independiente y obsoleta.
Mientras el crimen adquiere maneras sofisticadas para continuar in crescendo, arrebatando la paz a los hogares, aniquilando vidas esclavizadas a la narcodependencia; aumentando los robos y asesinatos, etc. los organismos de intervención no poseen tecnologías que les permitan unificar el acceso a intel pertinente.
El impacto del narcotráfico, además y por ejemplo, crea una demanda por servicios de salud, de acogida, de apoyo económico que, aparentemente, no han sido siquiera contemplados en los presupuestos gubernamentales, transgeneracionalmente.
Parece una obviedad escribir que las víctimas en primera línea son las y los ciudadanos. Aún así, no se han creado programas que involucren a la comunidad en materias de prevención y responsabilidad cívica; adjuntando una carga mayor a las fuerzas policiales que, otrora con entusiasmo, hoy desganadas, no están capacitadas para ejercer funciones con especificidad a cada delito. Mucho menos, crímenes que han sido importados al país, de los cuales desconocen detalladamente su configuración.
El crimen organizado es un fenómeno multinacional y merece tratamiento que lidie de la misma forma, en conjunto con la corrupción que subyace en la globalización económica, evitando la implementación de normas que carezcan de estrategias. De lo contrario, nos acostumbraremos, también, a la improductividad de discursos exitistas en políticas públicas y demases promesas esperanzadoras, sin la implementación de sistemas que permitan que estas sean fehacientes en la práctica.
Las normativas vacuas no mejoran la calidad de vida de ninguna sociedad, ni el otorgamiento de mayores recursos a las policías perfeccionan sus capacidades. Es hora de pensar en incluir a especialistas multidisciplinarios, desde la sociedad civil, a las conversaciones y al desarrollo de métodos que aporten con visiones internacionalistas, actualizadas y que eviten el desgaste de las instituciones y la desesperanza de un país que bastante ha sufrido.
Marcela del Sol-Hallett
Titulada en Criminología
Perfiladora Criminal